XVII.
EL RETORNO
"¡Vaya broma!", escribía Lenin a María al contarle las palabras cáusticas de su mujer. En efecto, Krupskaia se lo había dicho en broma, pero él sentía oscuramente que en su fuero interno se alzaba una voz que le hablaba sordamente en el mismo lenguaje. ¿No habría llegado, efectivamente, al final de su carrera de militante?
Llevaba ya treinta años en los que "durante veinticuatro horas al día", como decía antaño uno de sus enemigos, no vivía más que por la revolución y para la revolución. La vida no tiene otro sentido para él. Sus períodos de descanso estival, sus crisis de depresión después de sufrir una derrota, no son más que tentativas, destinadas de antemano al fracaso, para evadirse de esa especie de obsesión permanente en medio de la cual transcurre toda su existencia y que se ha convertido en su estado normal. Acaba de cumplir cuarenta y cinco años.
Su organismo resiste cada vez con más dificultades la constante tensión que le impone. Tensión cerebral, producida por la incesante afluencia de los problemas sociales nacidos de una terrible época que le ha tocado vivir. Alimentado desde un principio con el dogma marxista, impregnado de ese dogma hasta la médula, se ve obligado a ajustarlo a situaciones nuevas que evolucionan interminablemente. Su maestro había previsto el camino que debe seguir tal o cual proceso social o económico debidamente clasificado y apuntado. El trazo por él indicado no coincide siempre con el camino que toman los acontecimientos a más de medio siglo de distancia. Por tanto, unas veces hay que hacerlos entrar en ese camino y otras ampliar este último para que puedan pasar más fácilmente.
Así llega Lenin inevitablemente a la conclusión de que su obra está destinada a convertirse en una prolongación de la de su maestro, a garantizarle su aplicación práctica, y que él, Lenin, es el encargado de llevar en alto, a través de una humanidad salpicada de sangre, la antorcha inextinguible del socialismo internacional. Ya no se pregunta si llegará al término de ese viaje en medio de las tinieblas que envuelven al mundo, si podrá entrever siquiera las primeras luces del alba de la revolución social. Marx, que sólo vivió con esa misma esperanza en esa misma espera, tampoco se lo preguntaba. Lo esencial es llevar la antorcha siempre adelante, cada vez más lejos, y encontrar a quien transmitírsela cuando la mano, desfalleciente, se debilite.
Por eso se le ve prodigar los esfuerzos para desarrollar la propaganda contra el imperialismo guerrero considerado por el momento como el principal enemigo a combatir. Lenin estima que hay que luchar contra él por todos los medios. De los dos que él posee, la pluma y la palabra, tiene que prescindir prácticamente del primero. Cada vez son más raras las ocasiones que tiene de poder escribir. En cuanto al segundo, no siempre se puede emplear sin dificultades.
Es cierto que de vez en cuando lo invitan a hablar en reuniones públicas organizadas por los socialistas suizos; pero como está obligado a hablar en un idioma que no es el suyo, no logra imponerse al auditorio, que, por lo demás, acoge casi siempre con frío recelo sus exhortaciones a la guerra civil, "única capaz de liberar al mundo del capitalismo y del imperialismo". Trató de organizar reuniones privadas en un pequeño café de su barrio. A la primera acudieron unas cuarenta personas, la mitad de las cuales eran suizas. A las dos siguientes vinieron muchas menos. A la cuarta no quedó un solo suizo. Los rusos y los polacos que se habían molestado en ir se separaron bromeando, y el experimento fue abandonado.
Lenin se desquitaba usando, o más bien abusando, de las conversaciones particulares. En cuanto tropezaba con un suizo no lo soltaba, inundando a su interlocutor con un alud de argumentos, demostraciones, objeciones, etc. Finalmente, la gente empezó a esquivarlo, a huir de su compañía. Krupskaia recuerda una escena característica. Un día, paseando con ella por uno de los barrios elegantes de Zurich, Lenin vio al director de un periódico socialista suizo, Nobs, que venía a su encuentro. En cuanto aquél reconoció de lejos a Lenin, intentó dar media vuelta, simulando que quería tomar el tranvía que pasaba en aquel momento. ¡Demasiado tarde! Lenin estaba ya encima de él y, agarrando un botón de la chaqueta de Nobs, empieza a exponerle sus puntos de vista sobre el inevitable advenimiento de una revolución mundial. El otro hace esfuerzos desesperados para liberarse. Imposible. "Era muy cómico ver la cara que ponía Nobs, que no sabía cómo liberar su chaqueta", escribía después Krupskaia. Pero le pareció "simplemente trágico" el rostro de su marido, destrozado por la pasión que lo consumía, presa de esa necesidad insatisfecha de hablar, de convencer.
Lenin no se conformaba con entregarse totalmente a ese ardiente apostolado. Trataba de arrastrar también a aquellos de sus discípulos a quienes la guerra no había conseguido separar de su lado. Particularmente a Inés Armand, que seguía su trabajo de propagandista bolchevique en Francia. Es necesario que trabaje todavía más, y mejor. En una carta fechada el 19 de febrero de 1917, la exhorta a venir a evangelizar a los jóvenes obreros de La Chaux-de-Fonds. "¿Ha renunciado usted a su proyecto de trabajar en la Suiza románica? —le escribe Lenin—. Espero que no. Las cosas no son muy brillantes aquí, en realidad, pero hay que probar... Si no ahora, será más tarde; si no lo hacemos nosotros, entonces nuestros sucesores lograrán crear un movimiento de izquierda en Suiza."
El 22 de enero, en una conferencia dada a las Juventudes socialistas de Zurich, con motivo del duodécimo aniversario del "domingo sangriento" de 1905, Lenin había declarado al terminar : "Nosotros, los viejos, no veremos tal vez las batallas decisivas de la revolución futura." Siete semanas después se enteraba de que la monarquía zarista se había hundido.
Era el 15 de marzo. Lenin acababa de terminar su frugal comida del mediodía y se disponía a volver a la biblioteca. Su mujer estaba retirando los cubiertos. De pronto, cual un huracán, irrumpe en la habitación el polaco Bronski, quien se pone a gritar agitando frenéticamente los brazos : "¿Pero es posible que no sepa usted nada? ¡Ha estallado la revolución en Rusia!" En unas cuantas palabras deshilvanadas resumió el contenido de los telegramas publicados en edición especial y se marchó precipitadamente para seguir difundiendo la asombrosa y fulgurante noticia.
Lenin quedó desconcertado unos instantes. No comprendía bien lo que pasaba. Luego, lívido, tomó su sombrero y corrió, seguido por su mujer, hacia el lago, donde en un cuadro especialmente destinado a ese fin eran colocados los periódicos del día. Las noticias que leyó eran vagas, sucintas. Se trataba, desde luego, de graves acontecimientos que habían ocurrido en Petrogrado, pero no se podía determinar el sentido ni el alcance de los mismos. ¿Era una réplica de la insurrección de 1905, o una verdadera revolución? Los gacetilleros, siempre en busca de una noticia sensacional, ¿no habrían querido explotar una vez más la credulidad del público? Había que esperar informaciones más amplias. "No recuerdo cómo terminó el día ni cómo transcurrió la noche", decía más tarde Krupskaia. Se sabe, en todo caso, que Lenin mandó venir inmediatamente de Berna, por telegrama, a Zinoviev, quien acudió en seguida.
No es que necesitara grandemente sus opiniones. Apreciaba el celo de Zinoviev, su gran capacidad de trabajo, pero al mismo tiempo desconfiaba algo de él desde la reciente empresa de publicación en común con la pareja Bosch-Piatakov de la revista Comunista, en la que Zinoviev dio la impresión de defender con demasiado entusiasmo los intereses "de la señora editora" y de su "hombrecito". Le era necesario en otros aspectos. Zinoviev era miembro del Comité central. Había sido elegido en 1912 y desde la guerra seguía siendo su único representante ante Lenin. Los dos formaban legalmente el Buró extranjero de dicho Comité y, uniendo la forma de Zinoviev a la suya, Lenin podía hablar en nombre de todo el partido.
"Vagamos sin rumbo durante horas y horas por las soleadas calles de Zurich —escribe Zinoviev en su librito sobre Lenin—, trazando toda clase de proyectos y esperando ante el edificio de la Neue Zürcher Zeitung la publicación de nuevos telegramas." Ahora ya no cabía duda alguna. Era una verdadera revolución, o más bien una primera etapa de la revolución que había previsto Lenin. El poder acababa de pasar a las manos de la burguesía liberal.
El partido constitucional-demócrata, el mismo al que había combatido tan duramente durante la revolución de 1905, se hallaba al frente del gobierno. A su lado, como en 1905, se había formado un Soviet de los diputados obreros, en el que, lo mismo que en 1905, la mayoría pertenecía a los mencheviques y a los "conciliadores", los cuales, según Lenin, iban a cometer las mismas tonterías que en 1905. Por tanto, era absolutamente necesario que Lenin estuviera allí a toda costa para sostener el combate contra todos los errores y todas las desviaciones susceptibles de torcer el curso de la revolución victoriosa.
En consecuencia, partir lo más rápidamente posible para Rusia se había convertido para él en una verdadera obsesión. En la presente situación, eso era algo prácticamente irrealizable. Mediante sondeos hechos en los círculos diplomáticos de Berna se supo que Francia e Inglaterra no dejarían pasar a los "derrotistas" cuya lista les era comunicada por el nuevo ministro ruso de Negocios Extranjeros, Miliuknv, el jefe del partido de los "cadetes", lista en la que Lenin, naturalmente, figuraba en primer lugar. A partir de ese momento, Lenin no cesa de fraguar proyecto tras proyecto, más fantásticos unos que otros, para romper sus ataduras. Pensó primero en viajar clandestinamente en avión. Un viaje aéreo de Suiza a Rusia, a través de una Europa en llamas, era en aquel entonces una hazaña deportiva llena de riesgos. El hecho de que Lenin estuviera dispuesto a correr esos riesgos demuestra hasta qué punto le urgía ponerse en camino. Naturalmente, no encontraron avión ni piloto. Entonces ideó otra cosa. Escribe a Ginebra al viejo bibliotecario Karpinski, hombre servicial e incondicional de Lenin :
"Estoy estudiando diferentes medios de partir. Lo que sigue debe ser mantenido en el más estricto secreto... Hágase entregar los papeles necesarios de identidad para pasar por Francia e Inglaterra. Los usaré para atravesar esos países. Puedo ponerme una peluca. Me retrataré así y me presentaré al consulado de Berna con sus papeles y con la peluca. Usted deberá desaparecer entonces de Ginebra por lo menos unas cuantas semanas... Se ocultará mientras tanto, muy seriamente, en alguna parte de las montañas, y le pagaremos la pensión, naturalmente."
Era demasiado pedirle a un modesto bibliotecario. Se negó. Lenin volvió a calentarse los sesos. Por la noche rumiaba toda clase de combinaciones y les daba vueltas y más vueltas en su mente. Ni él ni su mujer podían dormir ya. Finalmente le dijo a ésta: "Sabes, podría pasar con el pasaporte de un sueco sordomudo." "Me eché a reír —cuenta Krupskaia— y le dije: No dará resultado. Se puede hablar en sueños. Verás cadetes en sueños y te pondrás a gritar dormido: ¡Cochino!, y verán que no eres sueco."
Pero Lenin no se dejó convencer. El polaco Ganetzki, que después del regreso de Chliapnikov a Rusia se había convertido en un valioso agente de enlace en Estocolmo, fue informado telegráficamente de que iba a recibir una carta confidencial muy importante. Favor de acusar recibo. "Tres días después —cuenta Ganetzki— llega la carta. Contiene una nota de Lenin y dos fotografías. La nota decía poco más o menos esto: Imposible esperar más tiempo. Las esperanzas de un viaje legal siguen siendo vanas. Nosotros, Grigory (Zinoviev) y yo, tenemos que pasar a Rusia cueste lo que cueste. El único plan posible es el siguiente: encuentre dos suecos que se parezcan a mí y a Grigory. Pero como no sabemos sueco, es necesario que sean sordomudos. Para este fin le envío nuestras fotos."
Ganetzki no se rió. La cosa era demasiado triste: ¡a dónde había llegado Lenin! La fotografía, en todo caso, pudo ser utilizada. La hizo insertar en el gran periódico de Estocolmo Politiken con este pie: el jefe de la revolución rusa. Era la primera vez que la imagen de Lenin aparecía en la prensa europea.
Tan pronto como recibió las primeras noticias de la revolución, Lenin se había puesto a redactar un plan de acción para su partido. Aunque no esperaba una explosión revolucionaria tan brusca (en los últimos meses, sobre todo después de la detención de su hermana Ana, su contacto con Rusia estaba casi completamente interrumpido), y aunque se había resignado de una buena vez a la perspectiva de no vivir el tiempo suficiente para ver brillar el sol de la revolución socialista, se mantenía listo para recibirla en cualquier momento y su llamamiento nunca podría encontrarlo desprevenido.
Conocemos su primera reacción por la carta escrita a la señora Kollontai el 16 de marzo, es decir, un día después de que Bronski le trajo la formidable noticia que había de cambiar su vida de arriba abajo. Acababa de leer los telegramas oficiales que anunciaban la formación, en Petrogrado, de un gobierno provisional compuesto de representantes de la burguesía liberal. Esto después de una semana de batallas callejeras en las que los obreros habían derramado su sangre. No le sorprendió en modo alguno. Era, según él, el orden natural de las cosas. Ya se ha visto en Europa en varias ocasiones.
La revolución ha entrado en su primera fase : burguesa-democrática. Hay que pasar por ella. Ahora se trata de preparar la segunda. Para él eso significa organizar revolucionariamente al partido socialdemócrata bolchevique. La situación de éste va a cambiar. Saldrá de la clandestinidad. Seguramente habrá tentativas para orientar su actividad por la vía legal. ¿Legalidad? Bueno, pero el partido debe conservar su espíritu y su "aparato", tal como se lo ha creado. "Aunque el Gobierno cadete —escribe Lenin a la señora Kollontai— nos proponga ser un partido legal, formaremos como en el pasado nuestro partido propio y uniremos obligatoriamente el trabajo legal al trabajo ilegal." Sobre todo, nada de partido "¡tipo Segunda Internacional!". Son necesariamente absolutos un programa y una táctica "más revolucionarios."
En cuanto llegó Zinoviev se puso a redactar tesis destinadas a señalar directivas a la revolución que comienza, llamadas a servir, como las de septiembre de 1914, en la lucha contra la guerra imperialista. No debió resultarle largo ni difícil. Ya en octubre de 1915, al día siguiente de la Conferencia de Zimmerwald, cuando habían empezado a circular rumores de una paz separada rusoalemana, después del abandono de Varsovia por el ejército ruso en plena desbandada, Lenin, en previsión de una revolución nacida de la derrota, lo mismo que en 1905, había elaborado un plan de acción para sus partidarios, formulado como siempre en tesis (once esta vez) que decían :
"1. La consigna de la Asamblea constituyente es inexacta en sí, ya que el problema es saber quién la va a convocar. En 1905, los liberales la interpretaron de tal manera que quedaba perfectamente admitida la eventualidad de que el zar convocara la Constituyente. La triple consigna : República democrática, confiscación de las posesiones de los terratenientes, jornada de ocho horas, es la que más conviene, agregando el llamamiento a la solidaridad de la clase obrera internacional en la lucha por el socialismo, por el derrocamiento de los gobiernos beligerantes y contra la guerra en general.
2. Estamos contra la participación en los comités de las fabricaciones de guerra que ayudan a dirigir la guerra imperialista.
3. La tarea más inmediata y más esencial es el desarrollo de la actividad socialdemócrata en los medios proletarios, y a continuación en los de los campesinos pobres y en el ejército. El objetivo más importante de la socialdemocracia revolucionaria es la intensificación del movimiento huelguista que empieza a manifestarse. Debe reservarse un lugar necesario en la agitación a las reivindicaciones relativas al cese inmediato de la guerra.
4. Los soviets de los diputados obreros y las organizaciones similares deben ser considerados como órganos del poder revolucionario nacido con la insurrección. No se puede sacar verdaderas ventajas de ellos más que conectándolos con la extensión de la huelga política general y con la propia insurrección, a medida que ésta vaya progresando.
5. El objetivo social de la próxima revolución en Rusia no puede ser más que la dictadura revolucionario-democrática del proletariado y del campesinado.
6. La tarea del proletariado ruso es llevar hasta el final la revolución burguesa-democrática en su país, a fin de permitir que el incendio socialista se encienda en toda Europa.
7. Es posible la participación de los socialdemócratas en el Gobierno provisional al lado de la pequeña burguesía democrática, pero jamás al lado de los socialchovinistas.
8. Consideramos socialchovinistas a los que quieren derrocar al zarismo para vencer a Alemania, para saquear otros países, para consolidar la dominación de los Gran-Rusos sobre los demás pueblos de Rusia.
9. Si triunfaran en Rusia los revolucionarios chovinistas, estaríamos en contra de la defensa de su "patria" en esta guerra. Nuestra consigna es: contra los chovinistas, así sean revolucionarios y republicanos, y por la unión del proletariado internacional con vistas a la revolución socialista.
10. ¿Puede corresponder al proletariado el papel dirigente en la revolución rusa burguesa? A esta pregunta nosotros contestamos : sí, siempre que la pequeña burguesía se incline, en el momento decisivo, hacia la izquierda, y hacia la izquierda la llevan no sólo nuestra propaganda, sino también toda una serie de factores económicos, financieros (cargas de guerra), militares, políticos, etc.
11. ¿Qué hubiera hecho el partido proletario si la revolución lo hubiera llevado al poder durante la actual guerra? A esta pregunta nosotros contestamos: propondríamos la paz a todos los países beligerantes a condición de que renunciaran a las colonias y liberaran a todos los pueblos oprimidos o que no gozan de la plenitud de sus derechos. Ni Alemania, ni Inglaterra con Francia, sometidas a sus gobiernos actuales, hubieran aceptado esa condición. Entonces estaríamos obligados a sostener una guerra revolucionaria, o sea que al mismo tiempo que aplicaríamos nuestro programa mínimo con las más enérgicas medidas, llamaríamos a la insurrección a todos los pueblos actualmente oprimidos por los Gran-Rusos, a todos los países colonizados de Asia (India, China, Persia, etc.) y también —en primer lugar—al proletariado socialista de Europa contra sus gobiernos y a pesar de sus socialchovinistas. Es indudable que la victoria del proletariado en Rusia crearía las condiciones más favorables para el desarrollo de la revolución en Asia y en Europa".
Inspirándose en esas tesis habrá de redactar Lenin más tarde una especie de instrucciones para la señora Kollontai, quien le ha anunciado por telegrama su inminente regreso a Rusia, pidiéndole instrucciones para hacer frente al trabajo que allí la espera.
En la situación que acaba de crearse, le explica, la tarea del proletariado es compleja. Su primera preocupación debe ser la de organizarse lo mejor posible, armarse, consolidar su alianza con todas las capas de la población trabajadora de las ciudades y de los campos, a fin de poder oponer una resistencia victoriosa a cualquier tentativa de restauración monárquica.
El nuevo Gobierno que ha arrebatado el poder al proletariado vencedor está formado por conocidos partidarios de la guerra imperialista. No puede proporcionar al pueblo paz, pan ni completa libertad. En consecuencia, la socialdemocracia rusa, que se ha mantenido fiel al internacionalismo, debe, antes que nada, demostrar a las masas populares que es imposible obtener la paz de ese Gobierno que mantiene en secreto los tratados de bandidaje concertados por el zarismo y confirmados por él. Es incapaz de proponer inmediata y abiertamente a todos los países beligerantes la concertación de la paz en el acto, sobre la base de la total liberación de los pueblos coloniales y de las naciones oprimidas. Únicamente podría hacerlo un gobierno obrero, unido a los campesinos pobres y a los obreros revolucionarios de todos los países en guerra.
El nuevo Gobierno no puede dar pan al pueblo hambriento por culpa de un mal reparto de los víveres y de su acaparamiento por los terratenientes y por los capitalistas. Para poder hacerlo se necesitan medidas revolucionarias contra unos y otros. Esas medidas sólo podría aplicarlas un gobierno obrero.
El nuevo Gobierno no puede dar al pueblo una completa libertad. No hace más que promesas. En su declaración no hay una sola palabra sobre la jornada de ocho horas, sobre las mejoras económicas de la situación de los obreros, sobre la atribución de la tierra a los campesinos. Ese silencio revela elocuentemente su naturaleza de Gobierno de capitalistas y terratenientes.
Así, pues, el proletariado no puede considerar esta revolución más que como una primera victoria, muy incompleta todavía. Su tarea es, por tanto, proseguir la lucha por la conquista de la República democrática y del socialismo. Para esos fines debe utilizar la relativa libertad que le concede el nuevo Gobierno. Es necesario que las poblaciones trabajadoras de las ciudades y del campo, así como el ejército, sean informadas sobre la verdadera naturaleza del Gobierno. Es indispensable organizar soviets y armar a los obreros. También lo es extender las organizaciones proletarias al ejército y al campo.
La victoria total, en la etapa siguiente de la revolución, y la conquista del poder por un Gobierno obrero, sólo serán posibles si las grandes masas populares han sido previamente informadas y organizadas.
La realización de esta tarea exige la formación de un partido revolucionario proletario que siga fiel al internacionalismo y que no se haya dejado influir por las frases embusteras de la burguesía sobre la "defensa de la patria" en la actual guerra imperialista.
El actual Gobierno no es el único incapacitado para librar al pueblo de la guerra imperialista. Un Gobierno burgués, republicano y demócrata, constituido por socialpatriotas y otros oportunistas, lo sería también. Por tanto, nosotros no podemos aceptar ninguna coalición, ningún bloque, ningún acuerdo ni con los partidarios de la defensa nacional ni con hombres que mantengan una actitud equívoca sobre esa cuestión. Acuerdos de ese tipo sólo servirían para perjudicar a la misión dirigente que está llamado a desempeñar el proletariado en la tarea de liberar a los pueblos del peso de la guerra imperialista y de establecer una paz duradera entre los gobiernos obreros de todos los países.
En resumen: No dejarse embaucar por estúpidas tentativas de "unidad". Intensificación de la propaganda. Infiltración en el ejército. Denuncia sistemática y minuciosa de los actos del Gobierno. Espera armada y preparación armada de una base más amplia para una etapa ulterior. Por fin, última recomendación: "Habiéndose concedido la libertad de prensa, reeditar nuestras publicaciones de aquí e informarnos telegráficamente si podemos ser útiles escribiendo vía Escandinavia."
Lenin esperaba, naturalmente, la inminente reaparición de Pravda. Pero no espera a que se la anuncien para ponerse a escribir una larga Carta "sobre la primera etapa de la primera revolución", que habría de inaugurar la serie de sus célebres Cartas desde lejos.
El mundo cree presenciar un milagro, anota Lenin : en ocho días se ha hundido una monarquía secular que supo resistir victoriosamente a tres años de batallas de clase entre 1905 y 1907. Para que ese "milagro" pudiera producirse, explica, se necesitaba "la reunión de un gran número de circunstancias", particularmente la educación revolucionaria adquirida por el proletariado ruso con la experiencia de 1905-1907 y la prueba a que lo sometió la contrarrevolución de 1907 a 1914. Pero para que el golpe asestado por la revolución de 1917 fuera más eficaz que el de 1905 se necesitaba un "escenógrafo todopoderoso" que se encargara, por una parte, "de acelerar en proporciones gigantescas la marcha de la historia universal", y por otra "de engendrar crisis mundiales económicas, políticas, nacionales e internacionales de una intensidad formidable". El nombre de ese "escenógrafo" es la guerra imperialista mundial que había de transformarse ineludiblemente en guerra civil que enfrentara a las dos clases enemigas.
Es natural que la crisis haya estallado, antes que en cualquier otra parte, en Rusia, donde "el engaño era el más monstruoso y el proletariado el más revolucionario, no por cualidades particulares, sino a causa de las tradiciones de 1905". Ha sido acelerada por las severas derrotas infligidas al ejército zarista. Pero sobre todo conviene resaltar el papel desempeñado por el capitalismo y el imperialismo anglofrancés en su desarrollo.
"No nos hagamos ilusiones —escribe Lenin—. Si la revolución ha triunfado tan pronto ha sido únicamente porque una situación histórica sumamente original ha fundido en un todo, y en una notable unidad, corrientes absolutamente diferentes, intereses sociales absolutamente heterogéneos, aspiraciones políticas absolutamente opuestas." Tenemos por una parte "la conjuración de los imperialistas anglofranceses", que temían que el zar firmara una paz separada con Alemania y empujaran a los capitalistas rusos a adueñarse del poder a fin de continuar "su" guerra; por otra parte está "un poderoso movimiento revolucionario que ha llevado al proletariado y a todos los campesinos pobres al combate por el pan, la paz, la verdadera libertad". Resultado: junto a un Gobierno burgués, que no es en realidad más que el agente de la empresa multimillonaria Francia-Inglaterra, ha surgido un Gobierno obrero no oficial que representa los intereses del proletariado urbano y rural: el Soviet de los Diputados Obreros.
¿Y ahora? Los "políticos impotentes del campo liquidador" (digamos mencheviques) dicen: "Nuestra revolución es burguesa, y por eso los obreros deben apoyar a la burguesía." Lenin les contesta: "Nosotros los marxistas decimos que nuestra revolución no es burguesa y que precisamente por eso los obreros deben poner en guardia al pueblo contra las mentiras de los políticos burgueses y enseñarle a no creer en las palabras, sino contar únicamente con sus propias fuerzas, con sus propias armas, con su propia organización." Y, para terminar, exhorta así a los trabajadores : "Obreros: habéis llevado a cabo verdaderos prodigios de heroísmo popular y proletario en la guerra civil contra el zarismo; tenéis que hacer prodigios de organización popular y proletaria para preparar vuestra victoria en la segunda etapa de la revolución."
Lenin no contaba más que con periódicos extranjeros para estar al corriente de los acontecimientos. Se informaba de la marcha de la revolución en el Times inglés y en Le Temps francés, que tenían en Petrogrado corresponsales activos y diligentes, en constante comunicación con el nuevo Gobierno: Robert Wilson y Charles Rivet, "los perros guardianes más fieles del capital de los piratas anglofranceses", como los llamaba Lenin.
El 21 de marzo, al día siguiente de haber escrito su primera carta, Lenin leyó en el Times del 16 una corresponsalía de Wilson, fechada del 1 al 14 de marzo (en esa época no existía todavía el Gobierno provisional; apenas acababa de formarse un Comité temporal de trece miembros de la Duma) y anunciando que un grupo de miembros del Consejo de Estado se había dirigido al zar para suplicarle que convocara la Duma y designara un jefe de gobierno que gozara de la confianza de la nación. Y Wilson escribía a este respecto: "Si Su Majestad no satisface inmediatamente las aspiraciones de los más moderados de sus leales súbditos, la influencia de que goza en estos momentos el Comité provisional de la Duma del Imperio pasará por completo a manos de los socialistas, que quieren la República, pero que no son capaces de formar uy Gobierno con el menor orden y que llevarían infaliblemente al país a la anarquía interior y a la catástrofe exterior." Lenin se apoderó de esas líneas para convertirlas en el tema de su segunda Carta de lejos.
"Es falso —contestó perentoriamente a Wilson—; la República es un gobierno mucho más "ordenado" que la monarquía. ¿Qué garantiza al pueblo que un segundo Romanov no llamaría a un segundo Rasputín?... La República proletaria, apoyada por las poblaciones pobres de las ciudades y del campo, es la única que puede dar paz, pan y libertad. Los gritos de anarquía no hacen más que disimular los intereses egoístas de los capitalistas, deseosos de enriquecerse con la guerra y con los empréstitos de guerra, deseosos de restaurar la monarquía contra el pueblo." Sigue a continuación una discusión bastante larga, punto por punto, de los alegatos del periodista inglés, discusión que, lógicamente, debió ser dirigida a los lectores del Times. Le sirve de pretexto para recordar la séptima de sus tesis, de octubre de 1915, sobre la participación de los socialdemócratas en el Gobierno provisional, pero, tal como era, esa carta hubiera ofrecido escaso interés de no haber sido porque, al terminar apenas de escribirla, Lenin vio en Le Temps, que acababa de recibir, una corresponsalía de Charles Rivet en la que éste reproducía el texto del llamamiento lanzado por el Soviet de los Diputados Obreros en favor del apoyo al Gobierno provisional, formado, decía, por "elementos moderados". Después de leerlo, Lenin vuelve a coger la pluma y agrega a la carta terminada unas cuantas páginas más que le conferirán una importancia capital.
"Un documento notable —así califica dicho llamamiento—. ¡Y bastante decepcionante!" Le permite comprobar que el proletariado petersburgués, que ha hecho la revolución, está dominado por políticos pequeñoburgueses. "Estoy dispuesto a aceptar —escribe Lenin— que cualquier Gobierno debe ser en este momento, una vez terminada la primera etapa de la revolución, "moderado". Pero es absolutamente inadmisible pretender y hacer creer al pueblo que el Gobierno actual no quiere la continuación de la guerra imperialista, que no es un agente del capital británico, que no quiere la restauración de la monarquía y el afianzamiento del dominio de los capitalistas y de los terratenientes."
El llamamiento anunciaba luego que, a fin de manifestar prácticamente ese apoyo, el Soviet daba a un miembro de su Comité ejecutivo, el diputado Kerenski, el mandato de entrar en calidad de ministro en el Gobierno provisional.
No era la primera vez que Lenin oía citar con bombo y platillos el nombre de ese joven abogado, hijo del director del Liceo de Simbirsk, donde había estudiado. Al salir de esa ciudad, Lenin había conservado un vago recuerdo del muchachito de seis años que jugaba en un jardín contiguo al Liceo. Luego, el pequeño Sacha Kerenski había hecho carrera. Se distinguió como defensor en varios procesos políticos y acabó siendo elegido diputado a la Duma, donde se colocó resueltamente a la izquierda. Allí, sus fogosos discursos de una elocuencia un tanto teatral, que sabía impresionar al auditorio, causaban sensación. Formó parte del Comité provisional creado el 27 de febrero y se distinguió por una febril actividad. De allí pasó al Soviet de los Diputados obreros. Ahora era ministro, primer ministro revolucionario, como Dantón, que encarnaba para los intelectuales rusos de su generación, más que nadie, al genio de la gran Revolución francesa, y tomaba la cartera de Justicia, lo mismo que Dantón. Creía sinceramente que se convertía en el Dantón ruso. Lenin, en cambio, vio en él una réplica de Luis Blanc, y juzgó con mucha severidad ese acto que, según él, era "un modelo en cierto modo clásico de la traición a la causa de la revolución y del proletariado, de una traición similar a las que perdieron a diversos revolucionarios en el siglo XIX".
Al mismo tiempo que delegaba al Gobierno a uno de sus representantes, el Soviet exigía la creación, junto a aquél, de una "comisión de contacto" nombrada por él y encargada de transmitir al Gobierno las reivindicaciones de la clase obrera. Charles Rivet, poco familiarizado con el ruso y que vio en ello una reminiscencia del Año II, la bautizó con el nombre de "Comité de Vigilancia". Al tropezar con ese término Lenin se quedó bastante perplejo. ¿Era verdaderamente eso? En todo caso creyó ver en ello una iniciativa totalmente coincidente con sus ideas y que le gustó mucho. Su Carta declara: "La idea de crear un "Comité de Vigilancia" (no sé si se llama así en ruso) que encarne precisamente la vigilancia de los soldados y de los proletarios sobre el Gobierno provisional, es una idea puramente proletaria, auténticamente revolucionaria y profundamente justa. ¡Eso sí es práctico! ¡Eso sí es digno de los obreros que derraman su sangre por la libertad, por la paz, por el pan del pueblo! ¡Ese es un verdadero paso por el camino de las auténticas garantías... Es señal de que el proletariado ruso está, a pesar de todo, más avanzado que el proletariado francés de 1848 que dio mandato a Luis Blanc!"
Pero en seguida frena su alegría. Es ciertamente un paso por el buen camino. "Pero no es más que un primer paso." Tiene que ir seguido de otros. "Si ese Comité de Vigilancia —explica Lenin— se limita a ser una institución parlamentaria de un tipo puramente político, es decir, una comisión destinada a hacer preguntas al Gobierno y a recibir las respuestas, todo eso no será más que una bagatela y no servirá para nada." Se puede hacer algo más, estima Lenin; algo que ofrezca al proletariado más garantías de que las conquistas de la revolución serán salvaguardadas: una leva en masa de todo el pueblo ruso, hombres y mujeres, y su transformación en una milicia obrera armada.
Promete decir en su próxima carta por qué y cómo.
Esta, titulada "De la milicia proletaria", fue iniciada al día siguiente y terminada un día después. Es, indudablemente, la más importante de la serie.
Lenin toma como punto de partida la frase pronunciada por Skobelev, uno de los miembros más activos del Comité ejecutivo del Soviet, y citada por el Vossische Zeitung, que junto con el Frankfurter Zeitung era, después del Times y de Le Temps, una de sus principales fuentes de información en aquella época. Según el periódico alemán, Skobelev había dicho : "Rusia está en víspera de una segunda y verdadera revolución."
"Subrayo —escribe Lenin— la confirmación por un testigo de fuera, es decir, no perteneciente a nuestro partido, de la conclusión a que había llegado en mi primera carta, a saber : que la revolución de febrero y marzo no fue más que la primera etapa de la revolución." Esto quiere decir que en estos momentos Rusia atraviesa por un período de transición y si los socialdemócratas quieren actuar en marxistas y sacar provecho de las experiencias de las revoluciones del mundo entero, deben tratar de comprender cuál es precisamente el carácter particular de ese período de transición y cuál es la táctica que de él se deriva.
El Gobierno está en un aprieto : está ligado por el interés a los capitalistas y debe aspirar a continuar la guerra imperialista, a la defensa del capital y de la gran propiedad, a la restauración de la monarquía; está ligado por sus orígenes revolucionarios a la democracia y es sometido a la presión de las masas hambrientas que exigen la paz, lo que obliga a mentir, a andar con rodeos, a dar con una mano y a quitar con la otra. Pero logra aplazar la quiebra poniendo en juego todas las capacidades de organización de la burguesía. De ahí la conclusión a que llega Lenin : "No podremos derribar de un solo golpe a este Gobierno, y aunque pudiéramos hacerlo (los límites de lo posible retroceden mil veces en época de revolución), no podríamos conservar el poder si no opusiéramos a la admirable organización de toda la burguesía una organización no menos admirable del proletariado." Y repite, casi textualmente, la exhortación que dirigió a los obreros al final de su primera carta para que hagan "prodigios de organización proletaria."
¿En qué van a consistir esos "prodigios"? En primer lugar, y antes que nada: crear en todas partes soviets de los diputados obreros dando entrada igualmente a los campesinos más pobres y a todo el proletariado rural en general. A este respecto, Lenin considera necesario esbozar cuál es su concepción del Estado que debe asumir en cierto modo el interinato entre el régimen de la democracia burguesa y el de la futura sociedad socialista. Ese Estado es necesario para un cierto período de transición. "Pero —especifica Lenin— no necesitamos un Estado como el que ha creado en todas partes la burguesía." Se refiere a un Estado en el que los órganos del poder: administración, policía, ejército, están separados del pueblo. "Todas las revoluciones burguesas —recuerda— no han hecho más que perfeccionar esa máquina gubernamental y transmitirla de las manos de un partido a la de otro."
El proletariado debe "destruir" (Lenin no olvida señalar que esta palabra es de Marx) esa máquina gubernamental y reemplazarla por otra en que el ejército, la policía y la administración sean proporcionadas por todo el pueblo en armas. Ese es el camino, señala, indicado por la experiencia de la Comuna de París en 1871 y por la revolución rusa en 1905.
Esa milicia popular, formada por ciudadanos de uno y otro sexo, comprendería un noventa y cinco por ciento de obreros y campesinos. Sería "el órgano ejecutivo de los soviets" y transformaría la democracia. "Esta dejaría de ser un bello cartel que disimula el sojuzgamiento del pueblo por los capitalistas que se burlan de él, para convertirse en la verdadera educadora de las masas llamadas a participar en todos los asuntos del Estado." Esa milicia iniciaría a la juventud en la vida política, velaría por la salubridad pública dando participación a toda la población femenina adulta, "pues —declara Lenin— no se pueden asentar las bases de una verdadera libertad, no se puede edificar la democracia, y con mayor razón el socialismo, sin llamar a las mujeres al servicio cívico y a la vida política, sin arrancarlas de las atmósfera embrutecedora de los quehaceres domésticos y de la cocina".
Esa milicia garantizaría el orden sobre las bases de una "disciplina de camaradería". Ayudaría a combatir la crisis económica engendrada por la guerra aplicando un "servicio obligatorio del trabajo". Es necesario que todo trabajador vea y compruebe inmediatamente una cierta mejoría en sus condiciones de vida. "Es necesario —escribe Lenin—que cada familia tenga pan, que cada niño tenga su botella de buena leche, que ni un solo adulto de familia rica se atreva a tomar más de su ración de leche mientras todos los niños no tengan segura la suya." Pero no llega hasta el extremo de privar completamente a dicho "adulto de familia rica". Sigo con su texto: "Es necesario que los palacios y los departamentos ricos dejados por el zar y por la aristocracia no queden inutilizados y sirvan de alojamiento a los que no tienen ninguno y a los indigentes." Ese es, exactamente, el procedimiento que usaron las autoridades revolucionarias en Francia para utilizar los hoteles particulares y demás locales abandonados por sus propietarios al emigrar.
Lenin reconoce que todo esto no será aún el socialismo. No será todavía la dictadura del proletariado. Será tan sólo (nótese el matiz) "la dictadura revolucionaria democrática del proletariado y del campesinado pobre". Y a este respecto hace a sus partidarios una significativa advertencia cuyo alcance y sentido necesitan ser cuidadosamente recordados: "No se trata de hacer una clasificación teórica en estos momentos. Sería un error demasiado grande poner !os objetivos complejos, apremiantes, prácticos, en vías de rápido desarrollo, en el lecho de Procusto de una teoría estrecha... Lo importante es comprender que la situación evoluciona en las épocas revolucionarias con tal prontitud como la vida en general. Y nosotros debemos saber adaptar nuestra técnica y nuestras tareas inmediatas a las particularidades de cada situación dada."
El mismo día en que terminaba esa carta, Lenin había visto una noticia anunciando que Gorki acababa de dirigir al Gobierno provisional un mensaje en el que saludaba la victoria del pueblo sobre las potencias de la reacción y exhortaba al nuevo Gobierno a coronar su obra liberadora haciendo la paz, no una paz a toda costa, sino "con dignidad y honor".
Al leer estas líneas Lenin sonrió con amargura y su pluma anotó: "Gorki es sin duda alguna un escritor de un talento inmenso, que ha prestado ya, y prestará todavía, enormes servicios al movimiento proletario internacional. ¿Pero por qué se mete en política?" Y ese fue el tema de una nueva Carta de lejos, la cuarta.
El nuevo Gobierno, empieza recordando Lenin, no ha nacido de la casualidad. Sus miembros son los representantes del capitalismo y están unidos por los intereses del capital. Y "los capitalistas no pueden renunciar a sus intereses, como un hombre no puede levantarse a sí mismo agarrándose por los cabellos". Y a continuación: Ese gobierno está ligado por los "tratados de rapiña" concertados por el zar con "los piratas capitalistas de Francia, de Inglaterra y de otros países aliados", tratados que ha confirmado y hecho suyos. Esto quiere decir que para obtener la paz, el poder del Estado debe pertenecer no a los capitalistas, sino a los obreros y a los campesinos pobres que no están ligados por los intereses del capital ni por los "tratados de rapiña". Si los soviets fueran dueños del poder, he aquí cómo procederían, según Lenin, para terminar la guerra :
-1. Se declararían en el acto libres de todas las obligaciones creadas por los tratados concertados por la monarquía zarista y por el Gobierno burgués que la reemplazó.
-2. Esos tratados serían publicados inmediatamente "a fin de deshonrar ante el mundo entero la política de bandidaje seguida por el zarismo y por todos los gobiernos burgueses sin excepción".
-3. Se propondría abierta e inmediatamente un armisticio general a todas las potencias beligerantes.
-4. Las condiciones de paz formuladas por los soviets obreros y campesinos serían publicadas inmediatamente. Pedirían : renuncia a las colonias y liberación de todos los pueblos oprimidos o pisoteados en sus derechos.
-5. Los obreros de todos las países serían invitados a derribar a sus gobiernos burgueses y a transmitir todo el poder a los soviets.
-6. Las deudas de guerra contraídas por los .gobiernos burgueses serían pagadas por los propios capitalistas. Los obreros y los campesinos no las reconocen.
Si ese programa no es aceptado, tendrán la palabra las armas. Pero ahora no sería una guerra imperialista, sino una guerra revolucionaria, que es muy diferente. "Creo —escribe Lenin— que para cumplir tales condiciones de paz, el Soviet aceptaría hacer la guerra contra cualquier gobierno burgués del mundo, ya que sería una guerra verdaderamente justa a cuya victoria contribuirían los trabajadores de todos los países.» El obrero alemán ve ahora que en Rusia una monarquía bélica ha sido reemplazada por una República no menos bélica. "Juzgue usted mismo : ¿Puede fiarse de esa República? Pero si el pueblo conquista su plena libertad y transmite todo el poder a los soviets, ¿podrá continuar la guerra? ¿Podrá mantenerse en la tierra el dominio de los capitalistas?"
Con esa triple pregunta, a la que no se puede contestar más que negativamente (tal es al menos su íntima convicción), termina Lenin su carta.
Está fechada el 25 de marzo. Lenin se detuvo en esa cuarta carta. Ya no escribió más [15].
¿Por qué?
Es difícil explicar esta interrupción, este silencio súbito, en un momento en que cada día aporta multitud de nuevos temas de candente actualidad, como no sea por la incertidumbre de que era presa por la suerte que hubieran podido correr las que fueron escritas desde el 20 de marzo. Las había enviado todas, a medida que las terminaba, a Ganetzki, quien debía reexpedirlas a Petrogrado, a Pravda. Pero Ganetzki no da señales de vida. ¿Las ha recibido?, se pregunta Lenin. Tampoco le llega ningún número de Pravda. No ignora, desde luego, que el Gobierno provisional ha prohibido su envío al exterior. Pero, en fin, todavía deben quedar entre los bolcheviques hombres suficientemente familiarizados con procedimientos de conspiración para pasar clandestinamente de Petrogrado a Estocolmo unos cuantos números del periódico.
Si no lo hacen es que hay algo que funciona mal en la organización local de su partido. Incluso ignora quién es exactamente el que se halla actualmente a la cabeza del partido. Ha recibido desde Perm un telegrama que firman Kamenev, Stalin y Muranov (uno de los diputados bolcheviques), quienes le anuncian su salida para Petrogrado. Pero Perm no deja de ser todavía Siberia, es decir, un punto muy alejado de la capital. ¿Han llegado? En caso afirmativo, ¿qué hacen? ¿Cuáles son sus intenciones? ¿Por qué ese silencio?
Los días transcurren en medio de esa desesperante incertidumbre mientras se prolongan y chocan con toda clase de dificultades las gestiones sobre el viaje de regreso. Pero he aquí que el 30 de marzo una información de prensa informa a Lenin que el miembro del Comité ejecutivo del Soviet, Skobelev, acompañado del diputado de la Duma Muranov, acaba de regresar de Cronstadt, donde habían ido juntos a calmar la agitación que se manifestaba en algunas unidades de la flota báltica. ¡Así, pues, Muranov ha regresado! ¡Por lo tanto, Kamenev y Stalin también! ¿Pero qué significa ese viaje común de un sovietista notorio y de un diputado bolchevique, sino un ensayo de colaboración del Soviet con el Gobierno provisional? Acaba de telegrafiar a Ganetzki para suplicarle que active las gestiones en favor de su retorno. En la larga carta que le escribe ese mismo día, probablemente bajo la impresión de esa noticia, Lenin dice: "Es absolutamente necesario enviar un hombre seguro a Rusia... El Gobierno, abiertamente ayudado por Kerenski y aprovechándose de las imperdonables indecisiones, por no decir otra cosa, de Cheidze, engaña, no sin éxito, a los obreros, haciéndoles pasar una guerra imperialista por una guerra de defensa nacional. Todos nuestros esfuerzos deben tender a combatirlo. Nuestro partido se deshonraría para siempre, se suicidaría políticamente si aceptara ese engaño." Si es verdad que Muranov ha aceptado ir a Cronstadt con Skobelev para desempeñar una misión oficial, Lenin ruega con apremio a su corresponsal que transmita y publique su formal censura. Esas palabras están rabiosamente subrayadas dos veces.
Y su pluma sigue corriendo, cada vez más nerviosa y agitada. Cualquier acercamiento con un socialpacifismo inclinado hacia el socialpatriotismo es "perjudicial a la clase obrera, peligroso, inadmisible". "Tal es mi profunda convicción", agrega. Y como si quisiera confirmarlo expresamente una vez más, vuelve a subrayar de nuevo, con dos trazos enérgicos, los tres adjetivos. Esas dos tendencias, personificadas la una por Kerenski, "el más peligroso agente de la burguesía", y la otra por Cheidze, "viejo zorro hipócrita", y que dominan en el Soviet, deben ser combatidas "de la manera más tenaz, más perseverante y más implacable, con un rigor absoluto de principios". "Personalmente —declara Lenin— no vacilaría un segundo en dar a conocer públicamente en la prensa que preferiría incluso una escisión inmediata con quienquiera que sea en nuestro partido a tener que hacer concesiones al socialpatriotismo de Kerenski y compañía o al socialpacifismo y al kautskismo de Cheidze y compañía."
¿A quién estaban dirigidas esas palabras, sino a Kamenev y Stalin? Kamenev era Pravda, cuya dirección acababa de reanudar al regresar a Petrogrado, Stalin representaba al Comité central, al verdadero, al antiguo, o sea que era el centro dirigente del partido alrededor del cual gravitaban hombres en su mayoría desconocidos para Lenin, que había llegado a la primera fila con las primeras oleadas de la revolución.
Lenin suplica a Ganetzki, "por el amor de Cristo", que envíe a Petrogrado "un hombre de confianza, un muchacho inteligente" (halagándolo discretamente parecía querer incitarlo a cumplir personalmente esa misión) capaz de ayudar a los "amigos de Petrogrado." He aquí lo que hay que decirles:
"Lenin exige "a toda costa" que se reedite en Petrogrado su folleto El socialismo y la guerra, de El Socialdemócrata, publicado en la emigración durante la guerra, y "por encima de todo y antes que nada" las tesis publicadas en su número del 13 de octubre de 1915, que "son ahora sumamente importantes".
"Otra cosa. La consigna de que ahora defendemos la República rusa y hacemos la guerra para derribar a Guillermo II es "la mayor de las mentiras para los obreros, el engaño más grosero". El llamamiento para derribar a Guillermo dirigido a los alemanes por parte de una república rusa belicista e imperialista "no es más que una repetición de la consigna mentirosa de los socialchovinistas franceses, traidores al socialismo, como Jules Guesde, Sembat y compañía".
"¿Qué se debe hacer? Explicar a los obreros y a los soldados, de la manera más simple, más clara, sin palabras sabias, que hay que derribar no sólo a Guillermo II, sino también a los reyes de Inglaterra y de Italia. "Eso, para empezar. En segundo lugar, y esto es lo principal, hay que derrocar a los gobiernos burgueses, empezando por Rusia, sin lo cual no se podrá obtener la paz." Lenin admite gustoso que tal vez sea imposible derribar en seguida al nuevo Gobierno ruso. "¡De acuerdo! ¡Pero eso no es una razón para decir lo contrario de la verdad!" Ese es el punto capital para él: "Hay que decir la verdad a los obreros." Hay que hacerles comprender que tienen que empezar por tomar el poder. "Sólo entonces tendrán derecho a pedir el derrocamiento de todos los reyes y de todos los gobiernos burgueses."
"Recapitulación : "¡Ningún acercamiento con los demás partidos, con nadie! Ni la menor sombra de confianza y de apoyo al Gobierno." Lo esencial, por el momento, es la organización del partido bolchevique, la propaganda "más irreconciliable" del internacionalismo y de la lucha contra el chovinismo republicano y el socialchovinismo en todas partes, en la prensa y en el Soviet. La carta termina con una grave advertencia : "Kamenev debe comprender que le incumbe una responsabilidad histórica universal."
Lenin distaba mucho de ser el único emigrado que quería volver cuanto antes a Rusia. Se creó un Comité especial integrado por representantes de todos los partidos, a fin de acelerar ese regreso en la medida de lo posible. El 19 de marzo celebró su primera sesión, a la cual asistieron Martov como representante de los mencheviques, un socialista-revolucionario y un bundista. Lenin no quiso ir y envió a Zinoviev. Se hicieron sugestiones. La de Martov retuvo particularmente la atención del Comité. Habló de la posibilidad de pasar a través de Alemania sobre la base de un canje con un número correspondiente de alemanes internados en Rusia. Se convino que el proyecto de Martov era el más conveniente para todos los que asistían a la reunión y se decidió rogar a Grimm que entrara en conversaciones a ese respecto con la Embajada de Alemania. También recibió la plena aprobación de Lenin: "El plan de Martov es bueno —escribía el 21 a Karpinski—; hay que trabajar para llevarlo a cabo, pero no podemos hacerlo directamente. Sospecharían de nosotros. Es necesario que, al margen de Grimm, varios rusos patriotas y sin partido se dirijan a los ministros suizos y a las demás personalidades influyentes, para pedirles que hablen del asunto a la Embajada alemana en Berna. Nosotros no podemos participar directa ni indirectamente. Nuestra intervención lo estropearía todo. Pero el plan en sí es muy bueno y muy seguro."
Todo parecía arreglarse. La Embajada de Alemania recibió la proposición y se apresuró a transmitirla a Berlín, dando a entender que el asunto se arreglaría seguramente para satisfacción general. Pero he aquí que a última hora los mencheviques y los socialistas-revolucionarios cambian de parecer. En la reunión que celebra el Comité el día 28 declaran que hay que demostrar primero con toda evidencia la absoluta imposibilidad de pasar a través de los países de la Entente y obtener a continuación el consentimiento del nuevo Gobierno ruso para hacer el viaje por Alemania. Lenin, que esta vez sí asistía, se mostró muy descontento por este retraso. Declaró que esperaría unos cuantos días más, pero que si veía que las cosas se prolongaban, partiría solo sin esperar a los demás. El secretario del Comité, Bagotzki, el joven médico que había guiado los primeros pasos de Lenin en Cracovia y que luego, al emigrar, había logrado entrar en un hospital suizo, escribe en sus Recuerdos: "Salimos juntos de la reunión. Lenin dio rienda suelta a su indignación, diciendo que era absurdo tener en cuenta la opinión de un Miliukov y de la pretendida "opinión pública" en tiempo de revolución, cuando cada revolucionario era indispensable en su puesto de combate. Estaba convencido de que toda la Rusia revolucionaria comprendería y aprobaría a su decisión."
La impaciencia consume a Lenin. Al cabo de dos días, el 30 de marzo telegrafía en francés a Ganetzki: "Inglaterra no me dejará pasar nunca. Más bien me internará. Miliukov engañará (sic). Única esperanza: envíe alguien a Petrogrado, obtenga por intermedio Soviet canje por alemanes internados." Al mismo tiempo le envía una larga carta que no es, de arriba abajo, más que un prolongado grito de rabia y de impaciencia: "Es evidente que la revolución proletaria rusa no tiene enemigos más irreductibles que los imperialistas ingleses. Es evidente que el agente del capital imperialista anglofrancés, el imperialista ruso Miliukov y Cía., está dispuesto a todo, a la mentira, a la traición, para impedir que los internacionalistas regresen a Rusia." Por eso "hay que actuar con la mayor energía", sin mirar los gastos, escribir, telegrafiar, reunir la mayor cantidad de datos posibles para demostrar la mala fe de "Miliukov y Cía., gente capaz de prolongar las cosas, de hacernos promesas, de engañarnos, etc." Y, para terminar, su pluma escribe febrilmente estas palabras desoladas : "Usted comprenderá la tortura que representa para nosotros estar aquí en estos momentos."
Lenin ya no puede más. Al día siguiente, 31, manda un telegrama a Grimm anunciando en nombre del Buró extranjero del Comité central (Zinoviev firma también el telegrama) que su partido está dispuesto a aceptar el proyecto de pasar por Alemania, sin reserva alguna, y rogándole que organice inmediatamente el viaje. Ya hay más de diez camaradas inscritos. "Nos es absolutamente imposible —le dice Lenin— cargar con la responsabilidad de un eventual retraso; protestamos enérgicamente contra ese retraso y partimos solos."
Al mismo tiempo manda al "Comité del retorno", siempre en nombre del Buró extranjero bolchevique, siempre con su firma y con la de Zinoviev, la siguiente declaración :
"Considerando que... la proposición del camarada Grimm es perfectamente aceptable, ya que la libertad de paso ha sido concedida al margen de cualquier consideración sobre la actitud política de los viajeros y está basada en un plan de canje por alemanes internados...; que el camarada Grimm ha declarado que, en las condiciones presentes, es la única salida posible y perfectamente realizable; que hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para convencer a los representantes de las diferentes tendencias de la necesidad de aceptarla y de la imposibilidad de dejar que las cosas se sigan prolongando más tiempo; que los representantes de las diferentes tendencias, desgraciadamente, se pronuncian todavía en favor de un nuevo retraso, decisión que nosotros tenemos que reconocer errónea y del mayor perjuicio para el movimiento revolucionario en Rusia; considerando todo lo que precede, el Buró extranjero ha tomado la resolución de informar a todos los miembros de nuestro partido que aceptamos la proposición de una salida inmediata y que invitamos a inscribirse a todos los que deseen partir, al mismo tiempo que comunicamos la presente a los representantes de las otras tendencias."
Al conocer ese documento, Grimm manifestó serio descontento. Mandó a Lenin una protesta con esta explicación : se le atribuyó equivocadamente un papel activo en este asunto; nunca recomendó a nadie que usara ese medio para pasar a Rusia. No fue más que un simple intermediario encargado de transmitir la proposición a quien correspondiese hacerlo. Ahora ya está hecho, estima que su misión ha terminado. En cuanto a la organización del viaje propiamente dicho, Lenin debe dirigirse a otro. Lenin, que no tenía mucho interés en entenderse con Grimm, "falso e hipócrita" según él, se dirigió inmediatamente a Platten, quien aceptó con entusiasmo. El 3 de abril, Platten presentaba en la Embajada alemana un memorándum que enumeraba las condiciones materiales en que debería efectuarse la travesía de Alemania :
- 1.° Platten conducirá bajo su entera responsabilidad y por su cuenta y riesgo el vagón de los emigrados que quieran regresar a Rusia.
- 2.° Sólo Platten estará en contacto con las autoridades alemanas. Nadie podrá entrar en el vagón sin su autorización.
-3.° Se reconoce al vagón el derecho de extraterritorialidad.
-4° No podrá ejercerse ningún control de pasaporte o de persona ni al entrar ni al salir de Alemania.
-5.° Platten se encarga de tomar los billetes a la tarifa normal.
- 6.° Nadie podrá salir del vehículo ni por su propia iniciativa ni por una orden. El paso se hará sin interrupción.
- 7.° La autorización de pasar sólo se concede sobre la base de un canje con las alemanes internados o prisioneros en Rusia.
- 8.° Los viajeros se comprometen a actuar ante la clase obrera rusa para que el artículo 7 sea realizado.
-9.° El viaje debe hacerse lo más rápidamente posible.
Tres días después, Platten informaba a Lenin que el Gobierno alemán había aceptado sus condiciones. Desde ese momento Lenin ya no aguanta más allí. "Hay que partir para Berna en el primer tren", le dice a su mujer. Krupskaia lo mira asombrada. "El tren salía dos horas después —leemos en sus Recuerdos— y había que liquidar todos nuestros enseres, pagar a la propietaria, devolver los libros de la biblioteca. Le dije: "Vete solo, yo iré mañana." "No, nos vamos juntos." Se liquidaron los enseres, se rompieron las cartas y se embalaron los libros. Tomamos un poco de ropa, las cosas más necesarias, y partimos. Hubiéramos podido hacerlo con más calma. Era la Pascua y nuestro viaje fue retrasado."
Al enterarse del telegrama enviado por Lenin a Grimm, los representantes de los otros partidos se reunieron y votaron una resolución que condenaba su gesto. Declaraba que la decisión de los "camaradas del Comité central» debía ser considerada como una "falta política" mientras no se probara la imposibilidad de obtener el consentimiento del Gobierno ruso.
Lenin estimó que, en esas condiciones, sería conveniente proveerse de una especie de certificado extendido por socialistas de diferentes países europeos y que sirviera para justificar la decisión que habían tomado él y sus camaradas. Platten aceptó gustoso firmar un papel en ese sentido y convenció para hacer lo mismo a un socialista alemán, el kienthaliano Paul Levi. El polaco Bronski se mostró igualmente dispuesto a dar su firma. Pero Lenin quería sobre todo tener firmas francesas. Por órdenes suyas, Zinoviev escribió al secretario de la sección bolchevique de Ginebra : "Sería muy conveniente reunir firmas de los franceses. Hable inmediatamente con Guilbeaux, explíquele la situación, muéstrele las condiciones. Si se solidariza, pídale que venga aquí. Sería muy importante que lo hiciera. Con toda seguridad invitaremos también a Naine (Platten le telefoneará). Algo todavía más importante : si Guilbeaux está de acuerdo, ¿no podría sacarle la firma a Romain Rolland? Es sumamente importante. Le Petit Parisien ha publicado una nota diciendo que Miliukov amenaza con entregar a la justicia a todos los que pasen por Alemania. Dígaselo a Guilbeaux. Eso hace que el apoyo de los franceses sea particularmente importante para nosotros."
La víspera de la partida, Lenin envió a Guilbeaux un telegrama personal, urgiéndole a venir. "Cubriremos gastos. Traiga a Romain Rolland si está de acuerdo en principio", le decía. Cito ahora a Guilbeaux : "Fui a ver a Romain Rolland al hotel Beauséjour... Le comuniqué el encargo de Lenin. En cuanto dije las primeras palabras, Romain Rolland me detuvo. "Sí, vaya a Berna, pero exhorte vivamente a nuestros amigos a no pasar por Alemania. De lo contrario, causará un gran perjuicio al pacifismo y a ellos mismos. ¡Recuérdeles lo que se dijo y se escribió antaño de los comunalistas!" Estimé que era inútil cumplir la misión que me había llevado a verle. Hablamos de cosas diversas y me fui."
A falta del autor de Audessus de la mélée, Guilbeaux llevó a Berna al maestro Loriot, que había reemplazado a Merrheim como secretario del Comité para la reanudación de las relaciones internacionales y había ido a Suiza para entrar en contacto con los círculos internacionalistas. Cuando lo presentó a Lenin, éste llevó a Guilbeaux aparte para preguntarle : "¿Cree usted que firmará?" El otro lo tranquilizó. Vuelvo al texto de Guilbeaux : "Cenamos todos juntos en el Volkshaus y a eso de la medianoche nos retiramos a la habitación de Radek... Estaban Lenin, Levi, Inés Armand, Radek, Zinoviev, Loriot y yo. Inés leyó el protocolo en alemán y luego en francés."
Ese texto decía: "Los abajo firmantes, conociendo los impedimentos puestos por los gobiernos de la Entente a la partida de los internacionalistas rusos y las condiciones aceptadas por el Gobierno alemán para su paso por Alemania, y dándose perfecta cuenta de que el Gobierno alemán sólo deja pasar a los internacionalistas rusos con la esperanza de reforzar con ello, en Rusia, las tendencias contra la guerra, declaran :que los internacionalistas rusos, que durante toda la guerra no han cesado de luchar con todas sus energías contra el imperialismo alemán, no quieren volver a Rusia sino para trabajar por la revolución, que con esa acción ayudarán al proletariado de todos los países, particularmente a los de Alemania y Austria, a empezar su lucha revolucionaria contra sus gobiernos." Por todas estas razones, los abajo firmantes estiman que sus camaradas rusos "no sólo tienen el derecho, sino también el deber de aprovechar la posibilidad de volver a Rusia que se les ofrece".
Terminada la lectura del protocolo, Inés Armand se lo pasó a Guilbeaux, quien firmó y lo transmitió a Loriot. Este lo releyó e hizo esta reflexión : —Estoy dispuesto a firmar, pero quisiera que se modificara ligeramente el texto. Escriben ustedes : "...que los internacionalistas rusos, que durante toda la guerra no han cesado de luchar con todas sus energías contra el imperialismo alemán..." Propongo agregar: "contra todos los imperialismos, y en particular contra el imperialismo alemán".
Se aceptó unánimemente. "Todavía creo ver —escribe Guilbeauxla cara de alegría que puso Lenin ante esa manifestación de internacionalismo consecuente."
Al día siguiente, los viajeros se reunieron en el restaurante "Zahringer Hof" para celebrar una comida de despedida. Lenin dio a conocer la carta que se proponía dirigir a los obreros suizos para patentizarles el profundo agradecimiento de los emigrados rusos que habían sido recibidos y tratados por ellos como verdaderos camaradas. "En esta ocasión —decía la carta— tenemos que precisar en unas cuantas palabras nuestra concepción de las tareas de la revolución rusa. Creemos necesario hacerlo, tanto más cuanto que podemos y debemos, por mediación de los obreros suizos, dirigirnos a los obreros alemanes, franceses e italianos que hablan el mismo idioma que la población suiza...
"El proletariado ruso tiene el gran honor de comenzar una serie de revoluciones engendradas por la guerra imperialista. Pero nos es absolutamente ajena la idea de considerar al proletariado ruso como a un proletariado revolucionario elegido entre los obreros de los demás países. Sabemos muy bien que el proletariado ruso está menos organizado, menos preparado y que es menos consciente que los obreros de los otros países. No son cualidades particulares, sino un concurso particular de circunstancias históricas las que han corvertido al proletariado ruso, por cierto tiempo, quizá muy corto, en el pionero avanzado del proletariado revolucionario del mundo entero.
"Rusia es un país campesino, uno de los más atrasados de Europa. El socialismo no puede vencer directamente, en el acto. Pero el carácter campesino del país puede, dada la inmensa superficie de los dominios de los grandes terratenientes, dar, sobre la base de la experiencia de 1905, una formidable amplitud a la revolución burguesa democrática y convertir a nuestra revolución en el prólogo de la revolución socialista, en un pequeño paso hacia ésta... Las condiciones objetivas de la guerra imperialista nos garantizan que la revolución no se limitará a la primera etapa de la revolución rusa, que la revolución no se limitará a Rusia.
"El proletariado alemán es el aliado más seguro y más digno de confianza de la revolución proletaria rusa y mundial...
"¡Viva la revolución proletaria comenzada en Europa!"
A las dos y media se ponen en marcha rumbo a la estación, formándose una comitiva. A la cabeza va Lenin con Platten, Radek y Zinoviev. Lenin lleva un pequeño sombrero redondo y un abrigo amplio que usa en todas las épocas del año y en todas las ocasiones. Calza enormes borceguíes claveteados que le fabricó su huésped, el zapatero Kammerer, para sus excursiones alpestres y que Radek llama "el terror del empedrado de Zurich". Son 32 en total: veinte hombres, diez mujeres y dos niños. Entre los hombres volvemos a ver, además de Radek y Zinoviev, al viejo georgiano Zakhaia, uno de los veteranos de la socialdemocracia rusa, que quiere terminar sus días en el país natal; el antiguo estibador Safarov; los demás carecen de notoriedad. Entre las mujeres : Inés Armand y la exuberante Olga Ravitch, que ha demostrado durante la guerra ser una militante muy activa y entusiasta, las esposas de Lenin, Zinoviev y Safarov... Todo el mundo está cargado de equipajes. Las maletas son raras. En su mayoría se trata de carteras, paquetes atados de cualquier manera, almohadas y mantas sujetas con correas. Varios amigos los acompañan.
En la entrada de la estación se forma, por separado, un grupo de emigrantes con aire sombrío y actitud hostil. Son mencheviques y social-revolucionarios que han venido a protestar contra este viaje, escandaloso según ellos, pero que no tendrán más remedio que hacer a su vez, un mes más tarde. Lenin y sus compañeros, recibidos con abucheos y gritos de: "¡Traidores, vendidos, espías alemanes!", etc..., se dirigen directamente a su vagón. El tren debe partir a las 3.10. Mientras todo el mundo se instala, Lenin se entera de que se ha presentado un nuevo candidato que pide ser admitido entre los viajeros. Es un tal doctor Oscar Blum, que no goza de muchas simpatías entre la colonia bolchevique de Berna. Con razón o no, se sospecha que ha estado en relaciones con la policía zarista. Lenin no quiere tenerlo a su lado. Le explica que, por su propio bien, sería preferible que no fuera a Rusia, al menos por el momento. El otro insiste. La cuestión se pone a votación. Por catorce votos contra once, los viajeros se niegan a admitirlo en el vagón. Al indeseable no le queda ya más que retirarse. Instantes después lo descubren agazapado en la oscuridad, en un compartimiento vacío. Al enterarse, Lenin lo agarra por el cuello y sin más preámbulo lo arroja al andén. Se acerca el momento de la salida. Se cierran las portezuelas. En el último instante llega todo sofocado el trotskista Riasanov, quien llama a Zinoviev aparte muy excitado para decirle : "Lenin se ha embalado y ha olvidado los peligros. Usted tiene más sangre fría. Debe comprender que esto es una locura. ¡Persuada a Lenin de que debe renunciar a su proyecto de pasar por Alemania!"
Apenas ha terminado de hacer esta última exhortación cuando el tren se pone en marcha. Un agregado de la embajada alemana acompaña a los rusos hasta la frontera. En Hottmandingen pasan al tren alemán, sin que se les pida pasaporte ni verificación alguna de identidad, tal como está previsto; por lo demás, es el acuerdo concertado. Todos los viajeros fueron simplemente reunidos en la sala de espera de la Aduana: las mujeres y los niños a un lado y los hombres a otro, para ser contados. Mientras se efectuaba esta operación, Lenin se mantuvo silencioso, apoyado contra la pared. Después se dirigió con los demás hacia un vagón mixto de segunda y tercera clase que había de pasar a la historia con el nombre de "el vagón sellado". Dos oficiales alemanes se instalan también y se da la señal de partida.
Lenin aceptó, no sin haber hecho previamente vivas protestas, un compartimiento especial de segunda para él y su mujer. El compartimiento contiguo fue reservado a las damas : Inés Armand, Olga Ravitch y la esposa de Safarov. Este último fue admitido también, probablemente para no separarlo de su mujer. Radek logró introducirse al quinto, a título de no se sabe qué. Pero fue recibido con gusto. Era un compañero alegre, de charla brillante y espiritual que sabía entretener a su auditorio. Pretendía odiar a los charlatanes. Quizá por eso se creía autorizado a hablar sin descanso. Se puso en seguida a contar cosas muy graciosas y la expansiva Olga no cesaba de reír. Lenin, que nada más instalarse había sacado sus fichas y sus cuadernos para reanudar el trabajo, no lo toleró mucho tiempo. Cuando ya no aguantó más se levantó, pasó al compartimiento de al lado, tomó de una mano a la excesivamente alegre Olga y, sin decir una palabra, la condujo a otro compartimiento. Radek comprendió, se calló y no volvió a moverse.
En Karlshure, Platten le informó que el doctor Janson, uno de los dirigentes del sindicalismo alemán, viajaba en el mismo tren y había manifestado el deseo de venir a saludarle. Era un "kautskista" notorio. Al oír pronunciar su nombre, Lenin se encolerizó y lo mandó al diablo o, más exactamente y para emplear sus propias palabras, a la abuela del diablo. Platten, que era un muchacho educado, se cuidó mucho de transmitir al doctor esa recomendación del jefe del partido bolchevique y lo recibió, simulando que lo hacía en su nombre, en el compartimiento de los oficiales alemanes, separado del resto del vagón por una línea de demarcación trazada con tiza en el suelo del corredor.
Cuando el tren se detuvo en Francfort se produjo un incidente que estuvo a punto de estropearlo todo. Platten estaba citado con "una amiga" que había venido a esperarlo a la estación; salió del vagón "para comprar periódicos y cerveza" y, deseoso de no perder momentos tan preciosos, dio una propina a dos soldados que se paseaban por el andén para que le llevaran sus compras al tren. Los oficiales de la escolta también habían salido. Los soldados suben al vagón y se dan de narices con Radek. Este aprovecha la ocasión, se pone a "trabajarlos" y empieza a demostrarles la absoluta necesidad de cortarle la cabeza a Guillarmo II y de empezar a la revolución socialista. En medio de su discurso aparecen los oficiales. Los soldados huyen aterrados. Radek se encoge, se bate en retirada precipitadamente y se desliza en un compartimiento, en el otro extremo del vagón. No es para menos, pues su situación es ilegal. Es ciudadano austríaco, desertor por si fuera poco, y se ha hecho pasar por ruso para poder acompañar a Lenin, que no tenía el menor escrúpulo en engañar a los alemanes y violar una de las cláusulas del acuerdo, que sólo era válido para emigrados de nacionalidad rusa. Lenin quería tener a Radek a su lado, pensando en los múltiples servicios que éste podría prestarle. Era, en efecto, un hombre muy valioso desde todos los puntos de vista. Siempre estaba dispuesto a aceptar cualquier clase de tarea. Su cinismo asqueaba a veces a Lenin. A fines de 1916, cuando se enteró que Radek había logrado, a espaldas suyas, desplazarlo de una revista que publicaban unos internacionalistas holandeses, le escribió a Inés Armand: "A individuos así se les rompe la jeta o se les da de lado. He escogido la segunda solución." Un mes después volvían a ser buenos amigos.
El resto del viaje terminó sin incidentes. Lenin salió del territorio alemán el 13 de abril, en Sassnitz, después de un trayecto que había durado tres días. En su relación del viaje, Platten afirma categóricamente que durante todo ese tiempo no salió un instante del vagón y que ni una sola persona de fuera penetró en su compartimiento. Un barquito de vapor debía trasladarlo ahora a Trólleborg, Suecia.
Durante la travesía, cada uno de los viajeros recibió una hoja de cuestionario entregada por las autoridades suecas a todos los extranjeros que llegan al país. Lenin no sabía que se trataba de una medida de orden general y sin consecuencias, y se mostró muy inquieto. Creyó que el Gobierno sueco obedecía a los deseos de sus enemigos, los imperialistas anglofranceses, e iba a internarlo en cuanto desembarcara. Radek y Zinoviev son llamados a su camarote. ¿Qué hacer? ¿Dar su verdadero nombre? Eso sería echarse de cabeza en la boca del lobo. ¿Poner seudónimos? Mientras se interrogan perplejos se abre la puerta y aparece en el umbral el capitán del navío. "¿Cuál de estos caballeros es el señor Ulianov?", pregunta. "Ya está —piensa Lenin—, han venido a detenerme." No hay nada que hacer. Se da a conocer. Entonces el capitán aclara : "Un radiotelegrama para usted", le dice tendiéndole un pedazo de papel, saludándolo con un toque a la gorra y retirándose.
El telegrama es del activísimo Ganetzki, que, enterado por Lenin de su salida de Suiza, había venido a Trólleborg para esperar su llegada. Al saber que un barco acababa de salir de Sassnitz con un grupo de emigrados rusos, logró, haciéndose pasar por delegado de la Cruz Roja encargado de la repatriación de los emigrados, enviar un mensaje radiotelegráfico al capitán del navío, redactado en estos términos : "El señor Ganetzki pregunta si el señor Ulianov se encuentra a bordo y cuántas personas le acompañan." Veinte minutos después recibía la respuesta : "El señor Ulianov saluda al señor Gantzki y le ruega reservar plazas para el tren de Estocolmo."
El final de la travesía resultó difícil. El mar estaba muy agitado y los viajeros se tiraban sobre sus literas presas de un mareo atroz. Lenin, Zinoviev y Radek no se dieron cuenta. Habían entablado en el puente del navío una violenta discusión política que les hizo olvidar el mar, las olas y todo lo demás.
Un tren especial los esperaba en Trólleborg. Gantzki, aprovechando la complacencia de las autoridades locales, había logrado arregar las cosas una vez más. En la aduana persuadió al personal para que no importunara a Lenin y a sus camaradas con formalidades administrativas y no registrara sus equipajes. Los aduaneros aceptaron. Unicamente pidieron que les mostraran cuál de todos era Lenin, a fin de poderlo contemplar en carne y hueso.
Un cuarto de hora más tarde, el tren corría hacia Estocolmo. En su compartimiento, Lenin, acompañado de Zinoviev y Radek, interroga a Ganetzki sobre la situación en Rusia. Este se muestra bastante reticente, le entrega un paquete de periódicos, entre los cuales figuran los últimos números de Pravda, y le anuncia que Kamenev, que regresó de Siberia hace unas tres semanas, ha vuelto a la dirección del periódico. "Que salga entonces a recibirnos", decide Lenin, y se envía un telegrama a Petrogrado pidiendo a Kamenev que espere en la frontera rusa la llegada del tren de Lenin.
Este es recibido solemnemente en Estocolmo por unos señores de levita y hasta por uno con sombrero de copa. Son socialistas suecos que han venido a darle la bienvenida. Uno de ellos es el alcalde de Estocolmo en persona. En la alcaldía se sirve un banquete en honor de Lenin.
"El aspecto distinguido de nuestros camaradas suecos —escribe Radek en su relación del viaje— fue sin duda lo que nos incitó a tratar de que Lenin estuviera más presentable. Sus borceguíes suizos eran los que causaban mayor sensación." Radek trató, a su manera, de tomar las cosas por su aspecto humorístico. "Por lo menos debería usted tener piedad de las calles de Petrogrado —dijo a Lenin—. No se recobrarán nunca después de haber sufrido la huella de sus zapatos." El maestro sonrió y se dejó llevar a un gran almacén para recibir un par de zapatos. Alentado por ese primer éxito, Radek siguió adelante. Hacía tiempo que observaba con una especie de curiosidad malsana el estado del pantalón de Lenin. Se acercaba la primavera y pronto habría que prescindir del abrigo, lo cual podía dar lugar a una sorpresa más bien desagradable. Lenin se defendió ahora más enérgicamente, replicando a su contradictor que no iba a Rusia para abrir una tienda de confecciones, pero acabó por ceder.
Así, pues, Lenin llegó a la frontera rusa con zapatos y ropa nueva, al menos en parte.
Desde la ventanilla de su compartimiento ve acercarse el andén de la estación, en el que hay un grupo como de cincuenta personas con la mirada fija en el tren que avanza. Escruta desde lejos las figuras y ve rostros extraños, desconocidos. Por fin localiza el de María. Su corazón se oprime. La vieja y querida madre no está allí. Hace ocho meses que ha muerto.
Lenin aparece en el estribo y varios hombres se lanzan sobre él. Son los obreros bolcheviques de la fábrica de armas vecina que han venido a saludarle. Un muchachote lo coge autoritariamente por una pierna. Lenin pierde el equilibrio y apenas si le queda tiempo para aferrarse al cuello de su admirador.
Unos brazos vigorosos lo levantan. Se debate desesperadamente. "¡Eh, muchachos, despacio, despacio!" Lo llevan así hasta la fonda de la estación. Una vez allí baja a tierra, vuelve a tomar posesión de su persona y tiende los brazos a su hermana. ¿Pero quién es esta dama elegante y más bien voluminosa que con evidente emoción le entrega un enorme ramo de flores a nombre de la organización bolchevique de Petrogrado? Se presenta, confusa y radiantemente feliz: Alejandra Kollontai.
¡Aquí está por fin su devota corresponsal!
Lenin le estrecha cordialmente la mano. Se besan. Y entonces de todos los lados se tienden hacia él labios desconocidos. Todo el mundo quiere su parte. Soporta estoicamente el asalto. Luego, haciendo una señal a Kamenev, al que apenas había reconocido de tanto como lo habían cambiado los años de exilio, Lenin vuelve a subir al tren y se encierra con él en un compartimiento. Tiene muchas cosas que decirle al redactor-jefe de Pravda. Pero en seguida tocan a la puerta. Alguien le anuncia : los obreros quieren un pequeño discurso. Lenin, algo molesto, contesta: "¡Envíele a Zinoviev!", y cierra la puerta. Se reanuda la conversación y llueven las preguntas. Esta, entre otras: "¿Van a detenernos en cuanto bajemos del tren?" Kamenev sonrió, evasivo y enigmático...
El domingo por la noche, 2 de abril (viejo calendario ruso), María había recibido el siguiente telegrama de su hermano: "Llegamos lunes noche 11. Avisa a Pravda." Pero ya desde por la mañana Chliapnikov, que desde su retorno se había creado mía buena posición en los círculos bolcheviques de la capital, así como en el Soviet de los Diputados Obreros desde que empezó la revolución, había recibido un telegrama de Ganetzki y se había lanzado a preparar a Lenin una triunfal acogida. Se había creado rápidamente la costumbre de recibir con solemnidad a los emigrados y deportados distinguidos que volvían a Petrogrado. Plejanov, llegado la antevíspera, el 31 de marzo, fue objeto de una brillante recepción. Era absolutamente necesario que la de Lenin la superara en brillantez. Corrían las fiestas de la Pascua. No habría periódicos al día siguiente. Las fábricas no trabajaban. El problema consistía en informar a todo el mundo. Empezó a sonar el teléfono en las secciones bolcheviques. Se mandaron correos a los cuarteles, a Cronstadt, para avisar a los marineros de la flota báltica. Las cercanías de la estación de Finlandia fueron rápidamente decoradas. Se colgaron oriflamas rojas a todo lo largo del andén. Antes de salir al encuentro del maestro, la señora Kollontai encargó abundantes rosas rojas.
El Comité ejecutivo del Societ fue avisado que se esperaba verle representado por una delegación especial encargada de dar la bienvenida al ilustre desterrado. El Comité obedeció. Ignoro a quién se le ocurrió la absurda idea de proponer que se confiara ese honor al georgiano Zeretelli, un inveterado menchevique que había vuelto de la deportación quince días antes. Este, naturalmente, se negó categóricamente. Por nada del mundo iría a saludar a Lenin. El presidente, el viejo Cheidze, no tuvo más remedio que molestarse en persona y fue a la estación gruñendo y de muy mal humor (estaba acatarrado y, además, acababa de enterrar a su hijo). Le acompañó su colega Skobelev, un antiguo trotskista. Dos o tres miembros del Comité se les unieron como simples curiosos.
Ya era de noche cuando la delegación del Soviet llegó a la estación. La plaza estaba atestada de gente. Apenas pudo abrirse paso hasta el salón de honor donde, conforme a lo convenido, Cheidze debía recibir a Lenin. Pero eso no era todo. De todas partes acudían comitivas precedidas de banderas rojas adornadas con inscripciones adecuadas a las circunstancias e iluminadas por antorchas que devotos militantes enarbolaban cada vez más en alto. De pronto surgió una oleada de luz cegadora que dio brusco relieve a una parte de la oscura masa humana. Es el proyector, monstruo todavía nuevo y poco familiar, traído por un destacamento de la división blindada, que se presenta con sus tanques.
A todo lo largo del andén se alinean ya los soldados para formar una guardia de honor. Los músicos empiezan a afinar sus instrumentos, mientras el Comité bolchevique de Petrogrado, los miembros del Buró del Comité central y los colaboradores de Pravda ocupan los lugares que les han sido asignados. A última hora llegan corriendo los marineros de Cronstadt, traídos apresuradamente en canoas automóviles. Se les hace un lugar al lado de los representantes del regimiento de ametralladoras, futuro pilar del bolchevismo petersburgués.
Mientras tanto, Cheidze se impacienta con los suyos en el salón de honor, esperando un tren que llega con retraso. Por fin aparecen en la lejanía los faros de la locomotora. En el andén suena una breve orden. Los soldados presentan armas. Aparece Lenin y la banda ataca una Marsellesa a todo brío.
Religiosamente sostenido por la señora Kollontai y por Chliapnikov, Lenin baja del tren y se adelanta con un paso incierto que rápidamente va cobrando aplomo, entre las hileras de soldados alineados en una postura impecable. Todavía no comprende muy bien lo que ocurre. ¿Toda esta gente que está aquí no ha venido entonces para llevarlo a la cárcel? ¡Enhorabuena! ¡Hay verdaderamente una revolución! Cuando el joven oficial de Marina llegado con los marineros de Cronstadt, poco ducho en política pero con todo el entusiasmo del neófito, se presenta ante él para expresarle la esperanza de que pronto ocupe un lugar entre los miembros del Gobierno provisional, Lenin sonríe sarcástico y por toda respuesta lanza un grito que resuena como una orden: "¡Viva la revolución socialista!"
Orientado por Ohliapnikov, que desempeña a la perfección el papel de maestro de ceremonias, Lenin penetra en el salón de honor donde lo espera, en medio de la pieza, ceñudo, el presidente del Soviet de los Diputados obreros y soldados, listo para iniciar su discurso. Lenin ha reconocido en seguida en su cabeza de viejo montañés georgiano, al hombre al que combatió con tanta vehemencia cuando Cheidze, que era entonces presidente de la fracción menchevique de la Duma, ingeniaba todos los medios posibles para sembrar obstáculos en el camino de sus colegas bolcheviques. ¿Y este vejestorio, este vestigio del pasado, es el que va a darle la bienvenida en nombre de la nueva Rusia revolucionaria? ¡Qué ridículo! En efecto, helo aquí que toma la palabra :
"¡Camarada Lenin! En nombre del Soviet de los obreros y soldados de Petrogrado y de toda la revolución, le saludamos en Rusia. Pero nosotros estimamos que la principal tarea de la democracia revolucionaria consiste actualmente en defender nuestra revolución contra cualquier ataque interior o exterior. Estimamos que para lograr ese resultado no necesitamos la división, sino la unión de toda la democracia. Esperamos que usted perseguirá, junto con nosotros, esa finalidad."
Cheidze se calló. Mientras hablaba, Lenin miraba a su alrededor, simulando una actitud de despreocupación, como si ese discurso no estuviera dirigido a él. Contemplaba el techo y arreglaba el gran ramo, que le estorbaba bastante entre las manos.
De pronto se le vio subir a una mesa para dirigirse directamente, por encima de la diputación del Soviet, ' todos los que habían invadido el salón de honor al seguirle.
"¡Queridos camaradas, soldados, marineros y obreros! Me complace saludar en vosotros a la revolución rusa victoriosa, a la vanguardia del ejército proletario mundial. La guerra imperialista de rapiña es el comienzo de la guerra civil en toda Europa... Se levanta el alba de la revolución socialista mundial. Todo hierve en Alemania. El imperialismo europeo puede hundirse de un día para otro. La resolución rusa hecha por nosotros ha abierto una era nueva. ¡Viva la revolución socialista mundial!"
Sacudidas cada vez más vehementes contra la puerta de cristales que daba sobre el porche exterior subrayaron su discurso. La multitud agolpada afuera y contenida por un servicio de orden inexorable que no le dejaba penetrar en el interior de la estación, estaba cansada de esperar. Reclamaba ruidosamente la presencia de Lenin. Este, precedido siempre por Chliapnikov, se dirigió hacia la salida. Un clamor ensordecedor saludó su aparición entre las escalinatas del vestíbulo de honor, ahogando a la banda que había vuelto a interpretar la Marsellesa. Un "pravdista" que se hallaba a su lado le oyó murmurar: "Sí, es una revolución de verdad."
Cegado por el proyector brutalmente apuntado contra él, Lenin trató de meterse en el auto cerrado que lo esperaba al final de la escalera. No le dejaron. Fue alzado sobre la capota del coche y obligado a dirigir unas cuantas palabras a la multitud que se apiñaba a su alrededor. Tras lo cual hubo que traer un tanque. Lenin se sentó junto al conductor y la comitiva se puso en marcha hacia el palacio de la danzarina Kchesinskaia, convertido en cuartel general del partido bolchevique, lentamente, recogiendo a su paso a través de la ciudad a nuevas multitudes que cortaban el paso cantando, gesticulando y empujándose.
Preso del proyector que lo hace aparecer en una aureola de luz por encima de masas que hormiguean en la oscuridad de la noche, Lenin, de pie, no cesa de hablar. A manos llenas lanza a la penumbra sus llamamientos a la revolución social. Es inagotable. Va sacando más y más palabras. Parece tener prisa por liberarlas del fondo de su alma, donde estuvieron ahogadas tantos años. Cada esquina supone una parada, cada parada un discurso. Siempre el mismo, pero siempre nuevo e inaudito para estos seres extenuados que por primera vez oyen un lenguaje como ése. En realidad, no logran percibir más que las migajas, pero lo que les llega les basta. Es el eco fiel de sus pensamientos secretos, que, como ayer, no se atreven a revelar por miedo a ser considerados como malos ciudadanos, y que no cesan de quemarles los labios :
"¡Abajo la guerra asesina y aborrecida!"